domingo, 19 de mayo de 2024

Ausencias, rupturas y despedidas

 

La vida de una persona es un camino dispuesto a los encuentros, los vínculos y las relaciones, un trecho de duración relativa con decorado más o menos constante en el cual se proyectan historias en las que se van tejiendo lazos afectivos. Del uno pasamos al dos, al tres, al cinco, y así sucesivamente. Compartimos los mismos espacios, nos gustan las mismas cosas, pertenecemos al mismo clan o simplemente nos elegimos como compañía; decidimos estar juntos para construir nuevas formas de caminar o de hacer futuro. Sin embargo, pronto empezamos a advertir que las personas no se quedan para siempre, o simplemente no se quedan. La matemática de los afectos no solo suma sino resta y también divide, a veces por deseo propio, o del otro, por situaciones que van más allá de nuestra voluntad o sencillamente porque la reiteración o la monotonía termina por romper el hilo que nos une. 


¿Qué es la ausencia? ¿Cuándo algo o de alguien significativo empieza a ausentarse propiamente de nuestra vida? En general, las personas que queremos no están dispuestos a nuestro alcance y eso no supone algún tipo de angustia o preocupación en especial. Aprendemos pronto que nos podemos alejar de nuestros seres más queridos sin que suceda una catástrofe; nos acostumbramos a esperar su aparición o su retorno luego de un tiempo prudencial como una condición fundamental para entrar en la cultura y desarrollar cualquier vínculo socioafectivo. La clave es que cuando los busquemos ellos sean receptivos y aparezcan. Si no responden, si no retoman el contacto o si nunca hacen el esfuerzo por llamarnos entonces sabemos que se han ido, nos confrontamos con su ausencia y la ruptura del vínculo que nos unía aun cuando nuestros cuerpos no compartieran los mismos espacios. 


Supe que mi mamá murió cuando su respiración dejó de sonar. Cada esfuerzo de su aparato respiratorio por inspirar y exhalar me recordaba el ruido de una cafetera vieja y esa madrugada del 27 de marzo cuando sentí la tranquilidad del silencio entendí que algo había pasado. Me levanté, fui a su cama y ya no respiraba. Estaba fría. Seguro había dejado de respirar hace un poco más de tiempo, pero yo sentía que acababa de morirse. Allí estaba su cuerpo, pero ella ya no estaba. En este caso el vínculo no se rompió. Desde ese día hasta hoy he encontrado mil maneras para conectarme con ella, y aunque a veces pienso que no hay nada después de la muerte y que todo esto no es más que una ficción, resultado del afán de retenerla conmigo, mentiría si dijera que no la siento cerca, que hace parte fundamental de mi cotidianidad. 

En la otra cara de la moneda, me he confrontado con rupturas inesperadas, cuerpos que siguen existiendo en este plano astral, que podría cruzarme en la panadería de la esquina y de repente se declararon en ausencia y decidieron irse (conste que escribí dejarme, lo que habla mal de la manera en que uno entiende la decisión de los ausentes). 

Esas ausencias no son gratuitas. Son el efecto de una decisión que toma tiempo entender, asumir, masticar, pero no vienen de la nada. Cuando tienes la decisión en tus manos no necesariamente es más fácil, sólo cuentas con más elementos para elaborar la ruptura y organizar el trasteo que quedó de aquella historia: disponer de los recuerdos, los puntos en común, los sentimientos, las responsabilidades, los pedazos del uno y del otro que se quedaron rotos por ahí. Si eres el que sigue buscando los porqués tal vez tome más tiempo saber que hubo allí una ruptura y el empeño por mantener unido lo que ya no está más junto te rompa las manos… y el corazón. 



De todo esto la peor parte, y la mejor, la más liberadora, acaso la más necesaria, es la despedida. Me he despedido muchas veces, me despido desde antes, hago cartas, intento irme primero para evitar enfrentarme al abandono o al momento terrible de decir adiós y que esta vez de verdad sea para siempre. Como siempre, la lengua nos ilumina y la etimología de despedir, del latín petere, me saca del trance de la imagen de algún cristiano en la estación de tren viendo como se le va la vida mientras la locomotora echa a andar los vagones rumbo a never more never more never more. Las despedidas no son formas torturantes de morir, aunque en ciertos momentos puedan parecernos así, porque al decir adiós aceptamos que algo que amamos mucho ya no va a volver a ser como creímos que era. Despedir, dejar marchar, es también impulsar, seguir adelante, permitirle al otro y permitirnos a nosotros mismos continuar con este camino, aunque no haya garantías de que lo que sigue sea mejor o más dulce que lo ya vivido (no tendría por qué serlo necesariamente). 

Si lo pienso bien, en realidad no me he despedido tanto como creo, en gran medida porque soy de las que se queda hasta el final (una práctica que tiene sus bemoles). Dejé marchar a mi mamá para poder conectarme con ella de otra forma luego de varios años de análisis y 15 años de cuidado de una enfermedad crónica y empiezo a ver la necesidad de despedirme de algunas cosas, lugares y personas que amo, pero que quiero dejar marchar, que no quiero que se queden congeladas por más tiempo. Aunque siempre se recuerda a los ausentes (de nuevo la etimología nos salva: se pasan de nuevo por el corazón), también nos ponemos en movimiento con quienes han decidido y hemos decidido seguir acompañándonos en el viaje y compartiendo la vida juntos.  



Ilustraciones: 
@sarahjarrettart
@light.on.the.sea
@andreashidep

domingo, 13 de noviembre de 2022

La sombra de la inseguridad en Bogotá. Efectos en la salud mental y el lazo social

Es un lugar común hablar del robo de celulares y todo tipo de hurtos en Bogotá, ampliando cada día el rosario de cifras, métodos, historias e intentos de reacción que hace parte del paisaje. Sin embargo, normalizar su repetición, como se han normalizado los problemas de movilidad, la insuficiencia del transporte público, la pobreza o el incivismo de quienes la habitamos -por mencionar algunos de los problemas que aquejan a la ciudad-, no supone que no haya consecuencias perdurables en el comportamiento de la gente y en sus maneras de relacionarse, valga decir en la subjetividad y en la configuración del lazo social. 

Ya lo denuncian quienes luego de nacer y crecer en Bogotá se radican en otros países. La paranoia permanente de lo que puede pasar en la calle, la costumbre de mantener el bolso o la maleta apretada contra el cuerpo, la actitud reactiva cuando alguien te aborda por la calle… el imperativo de no dar papaya o cualquiera puede hacerte daño se queda pegado en la piel y se transmuta en respuestas corporales intuitivas aprehendidas por pura supervivencia. Invertimos gran parte de nuestra energía vigilando a lado y lado, temiendo que por nuestro descuido una amenaza cualquiera (otra persona, una autoridad, un carro) ponga en franco peligro nuestra integridad.  Y es que el mensaje parece ser siempre que la culpa de lo que pasa es de quien deja que lo roben y no de quien roba o del hecho de que no hay resoluciones efectivas por parte de la policía o la alcaldía de turno. La pobreza, la desprotección pública y la terrible desigualdad son atendidas con slogans que redoblan la victimización: no nos hacemos responsables. 


Sin quien asuma la responsabilidad de lo que sucede, sin instancias institucionales que realmente acojan las quejas ciudadanas ni medidas que le den sentido a las denuncias el mensaje que se traslada a la ciudadanía es: cada quien va por su cuenta. Acciones colectivas demasiado puntuales, campañas publicitarias en las que el beneficio de la población parece más una actuación libreteada para simular el éxito de algún programa de gobierno, afirmaciones cínicas o vacías de las autoridades de turno, capacidad de respuesta policiva y judicial desbordaba por la abundancia de asuntos que atender, la desidia o la corrupción. El panorama resulta desolador en medio de condiciones climáticas complejas y un espacio público sucio, limitado y deteriorado.

En medio de estas circunstancias es apenas obvio no cargarse de rabia, impotencia, frustración. Si la calle es una selva de cemento y donde quiera te espera lo peor, se abre la puerta para un individualismo salvaje que tiene como correlato la sensación permanente de orfandad, porque lo que recibo no depende de mis acciones sino de agentes sin rostro que toman lo que quieren por la fuerza. Los espacios de encuentro y/o los servicios fundamentales se vuelven foco de inseguridad; cosas básicas como ir a trabajar, estudiar o disfrutar un poco de tiempo libre se convierten en una lucha constante, paradójicamente solitaria, en medio de un mar de casi 8 millones de personas. Con ese estado de cosas cualquier agresión puede interpretarse como una terrible amenaza confirmada por las dificultades absurdas que se plantean en caso de buscar algún tipo de justicia o protección. 

De acuerdo con el New York Times (2022) un tercio de la población adulta mundial ha vivido o vivirá un ataque de pánico. El pánico como respuesta subjetiva frente al peligro extremo es una experiencia horrorosa, caracterizada por la presencia masiva de manifestaciones somáticas y psíquicas que hacen sentir a quienes la padecen la inminencia de la muerte. Dada su envergadura, el ataque de pánico puede llegar a afectar profundamente la cotidianidad, sólo porque una vez ha ocurrido el miedo a que se repita puede limitar definitivamente la actividad, las actitudes y la forma de relacionarse. Porque si la amenaza está presente en todos lados y no hay manera efectiva de hacerle frente, si no hay un lugar seguro para estar y todos pueden dañarme, entonces solo aislándome de todo puedo sobrevivir. 


La sombra de la inseguridad nos va cubriendo a todos de a pocos, minando nuestra subjetividad, promoviendo la desconfianza y el odio a los agresores que potencialmente son todos los demás, erosionando la capacidad de ser solidarios y empáticos con los demás. Porque si el otro me hace daño porque puede, si no le tiembla la mano, no hay razón para sensibilizarnos a su dificultad. Nos volvemos agresores sin sentido alguno de responsabilidad porque si el otro lo hace, por qué yo no. La identificación, primera forma de vínculo afectivo con el otro, deviene en puro narcisismo de las pequeñas diferencias y en la legitimación de una agresión generalizada de la que al final todos somos víctimas. 


Requiere mucho trabajo personal hacer resistencia a ese destino en masa para conectar con el deseo de vivir más allá de las circunstancias. Se requiere mucha consciencia de las autoridades y los servicios asistenciales para entender los estragos que representa este estado de cosas. Sin duda este es un reto fundamental, del cual dependerá que nacer, crecer y vivir en Bogotá no sea una huella imborrable de tanta sombra. 

Referencias

New York Times (2022). Publicación en Instagram. El ataque de pánico y tips para manejarlo. 


viernes, 15 de abril de 2022

El valor ético de la muerte

Hoy 14 de abril de 2022 amanece con la noticia de la muerte del exfutbolista colombiano Freddy Rincón. Recientemente Netflix presenta un documental que reconstruye el asesinato de Doris Adriana Niño sucedido hace 25 años. 11 personas murieron el 28 de marzo en la vereda el Alto Remanso del Putumayo, en un fallido operativo del ejército colombiano sobre un bazar comunitario. El diario El País edición América del 9 de abril reporta la masacre y las inconsistencias de la respuesta del gobierno sobre la llamada operación Bruno. Medios independientes que informaron la situación fueron estigmatizados como aliados del terrorismo. Hace 8 días el ESMAD agredió a la población indígena que desde hace mas o menos 7 meses permanece en el Parque Nacional. Hay guerra en Ucrania Y en Siria. Y en el Chocó. Y no sé en cuántas más partes del planeta. El hambre, la miseria, el poder, la violencia. La fragilidad humana.  

De todo este horror, se impone una pregunta por la muerte como destino inevitable para todo lo vivo. ¿Debería conmovernos la muerte? ¿Todas las muertes nos tocan de la misma manera? ¿Tendríamos qué responder igual en cada caso? Hasta donde sé somos la única especie que es consciente de su propia muerte y desde ese reconocimiento ha dotado a la vida de un significado especial. Podría decirse que el estatuto de la vida propia, la sensación de que eso que se posee es absolutamente valioso, ha determinado la manera en que como especie y como individuos hemos entendido la muerte. Todos los rituales que hemos creado para organizar el curso vital hasta llegar al momento del último aliento, de la finitud convertida en un viaje soñado como eternidad, testimonian el apego que profesamos a la vida, incluso si se trata de la mera repetición de los actos cotidianos más triviales. 

Una vez accedemos a la conciencia de lo que somos, de lo que experimentamos y de que lo podemos perder en cualquier momento entramos en una carrera por extender la vida, intentando disponer de la mayor cantidad de placeres y bienes posible y/o garantizando que la muerte sea lo más parecido a aquello que conocimos previamente. Por supuesto, también hay posturas que llaman a la aceptación de la muerte como una lección moral, recordando su inevitable coexistencia con la vida y su función como “momento culminante de la existencia, la escena definitiva de la tragedia de ésta, y que por lo mismo le da su sentido a la tragedia entera” (García Borrón, citado por Frutis Guadarrama, 2013; p. 47). En cualquier caso confrontarnos con la muerte – la muerte humana en primera instancia y cada vez más de otras especies– pone en primer plano nuestra relación con la vida y en esa medida tiene un estatuto ético; tiene el poder de conmovernos, de cuestionar nuestras acciones e impulsarnos a tomar otras decisiones. Actuar de maneras más acordes con la vida puede ser, en efecto, una consecuencia 
 de esta confrontación. 

¿Por qué entonces nuestra reacción frente a la muerte es diferente según las coyunturas, los bandos y las distancias? ¿Por qué los muertos pesan distinto? ¿Será que esa función moral de la muerte solo tiene lugar cuando lo que se pone en juego es la propia experiencia, la propia muerte? Más acá o más allá de los afectos que nos unan o no a los fallecidos, de nuestra capacidad para identificarnos con ellos y ver en sus cuerpos el rostro del semejante, resulta fundamental afirmar lo más real de la muerte, poner en el centro de la existencia esa conciencia de la muerte como fin de la existencia para revalorizar la vida de todos, de cada ser vivo en su individualidad y activar el reconocimiento de las implicaciones de tomar la vida de otro, o incluso la propia vida, por muchos aparatos mecánicos, simbólicos o digitales que nos hayamos inventado para producir la muerte en masa. 

Las muertes de ayer, las de hoy y las de todos los días me hacen pensar en las vidas de cada una de esas personas, de sus momentos de tristeza y alegría, de los que definieron su camino o recogen en una imagen instantes de una trascendencia insospechada. Pienso en esa postal inolvidable del gol de Rincón a Alemania en el mundial de Italia 90 que sacudió a todo el país y me hizo llorar de emoción a los 9 años. Trato de imaginar el momento en que el destino de Doris Adriana Niño se cruzó con el de Diomedes y sueño con estar ahí para advertirle del peligro, aun temiendo que las alarmas no fueran suficientes para atajar la amenaza. Siento en la piel la angustia de las 11 personas muertas en el Remanso y el dolor y la rabia de sus familias, hartas de la indolencia y el cinismo de un gobierno acostumbrado a
cubrirse los crímenes a punta de impudicia retórica. 

Asumir a la muerte en toda su contundencia, tomarla en serio, extraerla de la serie de las mercancías y las palabras vacías puede abrir la puerta a una reconsideración del sentido de la vida y tal vez a decisiones más conscientes tanto en el plano personal como en el plano colectivo. 
 

Referencia
Frutis Guadarrama, O. (2013). La muerte en el pensamiento de Séneca: una lección moral. La Colmena 78 abril-junio, 45-52. Recuperado de la fuente http://web.uaemex.mx/plin/colmena/Colmena_78/Aguijon/7_La_muerte_en_el_pensamiento_de_Seneca.pdf
* Imágenes tomadas de El País https://elpais.com/internacional/2022-04-10/el-fallido-operativo-del-gobierno-colombiano-que-dejo-varios-civiles-muertos.html
https://www.elvallenato.com/noticias/14151/Esto-Pas%C3%B3-Realmente-Con-Doris-Adriana-Ni%C3%B1o.htm
https://colombia.as.com/futbol/el-gol-de-freddy-rincon-a-alemania-un-capitulo-imborrable-n/

domingo, 14 de marzo de 2021

La bondad de las cosas


“No es el olor

sino la bondad de las cosas

al exhibir su derrota”. 

Andrea Cote


Abrir los ojos a la realidad en la que vivimos y estirar el cuerpo luego de meses de confinamiento supone ante todo liberar la mirada del estrecho círculo de la inmediatez. Si bien el año 1 de la era Post covid no tiene un único guion y no para todos el encierro marcó la pauta de estos meses, resulta evidente que la expansión del virus transformó la cotidianidad en muchos niveles, poniendo en cuestión aspectos esenciales de nuestra humanidad encarnados principalmente en la relación que cultivamos con los objetos. El escaso conocimiento del coronavirus nos alertó sobre la amenaza de contagio palpitante en el aire y todo tipo de superficies: nos cubrimos la cara y el cuerpo con máscaras y trajes especializados, los alimentos pasaron por arduos protocolos de limpieza, las innumerables ceremonias de desinfección dejaron su marca en las manos de los angustiados. Un velo se dispuso entre nosotros y el mundo, distorsionando las formas, ocultando el horror y la miseria con una sensación de irrealidad acentuada por la dimensión de la tragedia y los medios de comunicación. 

 ¿Qué es lo que cambió en esa relación con los objetos? ¿Cuáles son los efectos en la intimidad cotidiana que habíamos establecido con las cosas y las personas? ¿Cómo esto cambia nuestra concepción del mundo? Más allá del debate de los alcances del capitalismo, el consumo y la construcción de formas de vida sostenibles y dignas para todos -que sigue siendo un tema necesario-, cabe reflexionar sobre los avatares de nuestro hacer y deshacer con los objetos en los espacios cercanos. Y es que no son solamente pedazos de mundo dispuestos en los estantes de unos coleccionistas voraces; los objetos son concreciones materiales de las intenciones, las necesidades y las aspiraciones creadas por la potencia tecnológica de nuestra especie. En cada época las cosas que producimos, seleccionamos y atesoramos nos interpretan, se vuelven extensiones de nuestros cuerpos, son espejos con los que construimos identidad. Aunque algunos son altamente peligrosos y según su uso pueden amplificar las disposiciones mortíferas que nos habitan, la mayoría configuran el paisaje de nuestro círculo próximo, llenan el vacío, facilitan nuestras tareas cotidianas o simplemente nos hacen compañía.

Con la llegada de la COVID-19 se produce una profunda transformación en esta dinámica. Las disposiciones y sugerencias de evitación del contacto con superficies potencialmente contaminadas hicieron a todos los objetos sospechosos frente a los cuales fue necesario implementar estrategias de defensa para conjurar su amenaza. Los mejor librados fueron las pantallas, celulares y ordenadores que confirmaron su carácter de imprescindibles al ser instrumentos principales de trabajo y comunicación. La atmósfera entrañable en la que solían converger la huella de objetos de propios y ajenos fue reemplazada por una gigantesca nube de alcohol y las cosas nuevas sólo fueron admitidas al comprobar su condición estéril, sea por haber superado la aduana de la limpieza o por venir empacadas en montones de plástico desechable para evitar contaminaciones en el camino. 

No es un dato menor que uno de los síntomas más singulares de la COVID-19 sean la pérdida del gusto y del olfato. Estos sentidos, que están conectados a las partes mas primitivas del cerebro, han jugado un papel fundamental en la evolución siendo claves para identificar sustancias y situaciones peligrosas. Ambos configuran el sabor, están íntimamente ligados a la memoria emocional y el placer y son altamente sensibles a las costumbres y las nuevas experiencias. De acuerdo con John McQuaid, ganador del Premio Pullitzer por el libro Tasty: The Art and Science of What We Eat, el gusto y el olfato han contribuido en gran medida a la invención de la cultura evidenciando la importancia de aprender a disfrutar alimentos y sustancias nuevas para asegurar la supervivencia. La alteración de las fuentes de esta intuición sensorial afecta el universo de nuestros recuerdos y emociones más profundos, no sólo porque distorsiona el disfrute conocido de las cosas sino porque nos priva de la orientación necesaria para aventurarnos a navegar en el océano de nuevas sensaciones.   

Tal vez la pandemia haya trivializado nuestra relación con esas cosas que antes sentíamos necesarias porque podíamos tomarlas, olerlas y saborearlas desprevenidamente, porque tenían sentido en el contexto de los rituales cotidianos que nos vinculaban estrechamente con otras personas y otros mundos. Tal vez vivimos tiempos de nostalgia en los que buscamos esas sensaciones tan escasas en la seguridad de la casa, a la que hemos tenido que adaptarnos y que sin embargo sigue sin sustituir la emoción del exterior. En cualquier caso, las condiciones actuales de la manipulación de los objetos y las cosas no son solo imponen la ampliación de los tiempos o de los procedimientos requeridos para utilizarlos; estas van produciendo cambios en nuestra sensibilidad que incluso impactan en nuestra disposición a interactuar con lo desconocido y/o lo diferente, reforzando actitudes de xenofobia o rechazo frente a quienes también se nos vuelven amenazantes porque no podemos sentirlos directamente

Acaso intuimos que en esta pandemia hemos perdido algo de la bondad de las cosas, que en su precariedad y evanescencia nos ha mantenido asombrados y despiertos...
hasta ahora. 



domingo, 21 de febrero de 2021

Temor de dios

 La consistencia es una exigencia delicada, que toma por sorpresa al escritor cuando es indicada su ausencia en el corazón de su producto. Es un principio de todo texto bien hecho, no solo por su cercanía semántica con las dos propiedades que articulan como bisagra su estructura profunda y superficial (la coherencia y la cohesión), sino porque pone en acto la intención más secreta del autor al servirse de las palabras y los símbolos para nombrar sus ideas: hacer existir en el mundo algo que hasta ahora solo daba vueltas en el estrecho universo del propio pensamiento. 

De acuerdo con la RAE consistencia se define como "Duración, estabilidad y solidez" o como "trabazón, coherencia entre las partículas de una masa o los elementos del conjunto".En la red también se define consistencia como "valor lógico de aquellas fórmulas de las que no se puede afirmar que sean verdaderas ni falsas", como propiedad de un sistema donde "no existe una proposición φ tal que se puede demostrar o deducir simultáneamente la proposición φ y su contraria ¬φ o no-φ", o simplemente como "dar cuerpo". Sea en el campo de la química, de las matemáticas, de la estadística o de las letras, parece que dar consistencia se constituye en un poder y una necesidad fundamental para cualquier creador que pretenda dar una vida "adecuada" a lo que pretende instaurar, reconocer, nombrar o decir. En el mundo de los humanos la concepción del cuerpo, verdadera tarea de alquimistas, se hace en el marco de un sistema de reglas que garantiza un mínimo de organización, de legibilidad, tal vez con una aspiración primitiva de normalidad orientada a la naturalización de lo extranjero y lo desconocido. Se le pide a un cuerpo solidez y estabilidad, se le impone una forma a aquello que se hace cuerpo y se le demanda que mantenga dicha forma, al menos en sus rasgos esenciales, para ser reconocido; una y otra vez recordamos que al principio de los tiempos Dios creó el mundo en un ejercicio de consistencia, y nos decimos que todo lo nuevo engendrado por el hombre es posible y legítimo en tanto esté en los límites de sus leyes y/o las de la naturaleza.
No obstante lo anterior, y el esfuerzo socio-educativo para inculcárnoslo, el mundo muestra todos los días formas inimaginables de brevedad, de irracionalidad, de inconsistencia que desafían a cualquier sistema y revelan el engaño de la tan anhelada estabilidad. Acaso la forma más digna de estas demostraciones sea el arte en general, y la muerte del poeta en particular. Este fin de semana la vida del cuerpo de Saramago ha hecho gala de inconsistencia, la misma que hacía estallar la locura en sus escritos con ese estilo mordaz, reflexivo, cotidiano y crítico, en el seno de miles de imágenes de la coherencia, tan preciadas para nuestro pensamiento inevitablemente religioso. Por sus manos pasaron la identidad, la propia imagen, el evangelio, el sistema político, entre otros.... la ignorancia sobre la totalidad de su obra me priva de hacer un comentario más profundo, pero la creencia en la banalidad del todo me hace creer que justamente esa condición me permite apreciar el cuño tremendo de su poesía y su ataque decidido a los pilares de lo que suponemos más humanos nos hace.    
Anoche leí que Saramago no creía en dios, consideraba nefasta la creencia en dios y aseguraba que la religión tal vez era uno de esas condiciones que más nos envilecía. Entonces me lo imaginé en una banca cercana al agua en Ginebra, tejiendo ideas nuevas con el dios de Borges para romper los espejos del mundo o abriendo una sucursal subversiva en el imposible ojo del aleph. Si hablar de nuevas ideas, si pensar y escribir no pueden ser más que efectos de la aplicación de la estructura de la consistencia, entonces entendemos por qué Saramago decía que nos hacía falta filosofía, y por qué la violencia de las palabras ya no nos alcanza para domesticar un poco el retorno de lo que no consiste en la imagen ni en la acción. Nacemos con el imperativo de crear un lugar, un cuerpo, un nombre, una identidad. Nos esforzamos por hacernos familiares, forjamos hábitos, aprendemos una lengua, ensayamos las tablas de multiplicar (y de mortificar), sacamos nuestra tarjeta o nuestra cédula de ciudadanía... entre tanto un monstruo a veces pequeño, a veces enorme empieza a habitar y a contaminar las entrañas de nuestra estabilidad química. Un dolor, una tensión, un vacío intenso y pulsátil, empieza a forjar una delgada fisura entre el espejo y yo, cuya causa siempre aparece opaca ante mis ojos pero que siento retornar en los ojos de los otros como juicio implacable por mi imperdonable crimen a la consistencia. No sé cuantas mujeres he creado en la loca carrera de demostrar mi aceptación a la consistencia y no sé cuantas veces he terminado rompiendo el corazón de ese concepto con la distancia inefable entre lo que pienso, digo, deseo, gozo y hago a pesar de mis esfuerzos genuinos por aceptarlo. Así empezó el temor de dios, que todos los días y las noches se instala en la aduana voraz de mi estómago para perforar con el filo de la angustia la tranquilidad de mis cienes y el caos de mi cerebro. A veces simplemente huyo, evito o me cierro tras la coraza defensiva de la combatividad, otras veces hiperventilo, me muevo a mil, maldigo y me desbarato por la intensidad. Lo cierto es que temo, y si temo sin la visión del peligro circundante es porque reconozco en la inconsistencia un peligro mayor que me acecha entre el sistema límbico y la corteza cerebral, y que en múltiples ocasiones se apoya en mi capacidad infinita para olvidar. Saramago insistía en la importancia de la memoria. Una compañera me lo recordó con esta cita: "somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir". El temor de dios, más que el miedo a la venganza irrestricta del padre nuestro o de mi padre imaginario, es el temor a la propia disolución cuando la memoria está en declive y la responsabilidad sólo puede expresarse a título de culpa. Por eso Saramago no tenía temor de dios, no lo conoció o no le pareció que valiera la pena. 
Por mi parte, estoy cansada de temerle a dios. Anoche pensaba que las dos únicas salidas están en la evitación del acto o de los actos que de antemano sé que me darán temor, o simplemente hacerme inmune a los efectos de mis actuaciones, desvalorizando ese supuesto brillo acusador en la mirada y desembarazándome de esa necesidad de obtener la consistencia que no tengo en la aprobación de los otros. 
Ni la inhibición, ni el cinismo. Debe haber otra salida. La poesía, y con ella cualquier expresión decidida de valentía es un ejercicio posible en ausencia de temor de dios. 

sábado, 13 de febrero de 2021

Los (d)efectos del exceso de fuerza


Todo uso de la fuerza tiene el riesgo de devenir excesivo. Con demasiada facilidad se cruza la línea de lo justo y el mismo impulso que usamos para poner a andar el mundo se convierte en el motor de la destrucción. En una sociedad como la nuestra este deslizamiento se convierte en norma porque los mecanismos de ordenamiento siempre fallan y la palabra no alcanza para regular la intensidad de nuestras urgencias. Sin ninguna instancia disponible para dirimir con eficacia los impases del encuentro cotidiano, descargamos en el vecino nuestro malestar con vehemencia exponiéndonos al riesgo de multiplicarlo a expensas de lo impredecible de su respuesta. Sea el exceso de fuerza verbal o físico, nada asegura que el resultado de una situación así de tranquilidad y apaciguamiento a alguna de las partes. Al pretender un reconocimiento que se pide en el lugar y con las personas equivocadas, la oportunidad de reivindicar un derecho o hacer valer una opinión termina convirtiéndose en una disputa de la que todos salen mal librados. 

Hoy tuve tres momentos de molestia que me confrontaron con los avatares del exceso de fuerza con tres resultados muy distintos. El primero tuvo lugar con una persona muy querida a la que le reclamé su descuido conmigo cuando nos despedimos, en un momento en que no tenía dinero y las piernas me dolían terriblemente. Le escribí manifestándole mi enfado y al rato me contestó con una disculpa. Sus palabras no cambiaron las cosas, pero me hicieron sentir mejor. 

El segundo sucedió con mi gata, un animalito precioso y noble que no pierde ocasión para morder lo que se le atraviesa. Yo estaba muy cansada y adolorida por las marcas de sus últimas embestidas y no me aguanté su juego: le pegué una palmada y la regañé. La gata lo intentó una vez más y una vez más le pegué increpándole que eso no se debía hacer. La gatica se acostó en frente de mi, dándome la espalda, se fue con un gesto que interpreté como de molestia y al rato regresó, se acostó a mi lado y se quedó dormida. En ese momento sentí que era el animalito mas noble del mundo y yo la humana más ruin. Mi rabia, justificada o no, fue exagerada y probablemente después de esto la gata no va a dejar de morderme cuando tenga el chance. El caso es que mi intento por disciplinar al animalito terminé llenándome de una culpa que a posteriori puso en evidencia mi deseo de ser reconocida como amo. 

El tercer momento fue el peor. Salí a pagar unos medicamentos a la puerta del edificio y una señora me pidió que le abriera la puerta porque no tenía el chip electrónico y la persona a la que buscaba no había llegado al apartamento. En ese momento me disgustó la solicitud de la señora y mientras le abría me puse a reclamarle por entrar de manera irregular, haciendo memoria de todas las personas que alguna vez han golpeado mi puerta pidiéndome -a veces con cortesía y otros con altanería- que les abra la puerta. Me descargué excesivamente con la señora, que además venía a visitar a una vecina que estimamos mucho y que entró en escena poco después de que ella se negara a salir. La señora no acogió mi molestia, me echó en cara la suya reteniendo la respuesta de salir y finalmente quedé como una persona odiosa con mi vecina, que siempre ha sido muy especial con nosotras. Es verdad que su pedido fue una gota que rebasó la copa y que estaba esperando la ocasión para desquitarme por tener que aguantar una romería de desconocidos golpeando mi puerta para que les abra. 

La cuestión es: ¿era este el momento? ¿Qué esperaba de esa mujer? ¿Qué se aguantara? ¿Qué me pidiera perdón? Intentar resolver mi fastidio en el contexto equivocado no me dejó más que esta sensación de haber sido un desecho, un malestar en el cuerpo que no tendrá otra posibilidad si sigo recurriendo al exceso de fuerza como único camino para hacer con lo que no entra en el lazo social. 

domingo, 10 de enero de 2021

Mantener los ojos abiertos


Y seguimos en la pandemia. En medio de los anuncios sobre los planes de vacunación, las nuevas cepas y el endurecimiento de las restricciones para contener nuevos picos de contagio muchos hemos pasado el fin de semana entre las paredes de nuestras casas, siguiendo con resignación la rutina de unos días extraños. Ya es un lugar común decir que vivimos la reproducción interminable de un domingo cada vez más desprovisto de emociones; la parsimonia de la repetición acumulada en los tendones y articulaciones se expresa como cansancio inmotivado, con una reducción de fuerzas y motivación que desanima cualquier proyecto. Con casi diez meses de restricciones e incertidumbres a cuestas, vagamos entre las adaptaciones logradas para mantener el deseo de vivir, el temor al contagio y los problemas de la convivencia, la escasez y los imprevistos.  En estas circunstancias dan ganas de desconectarse del mundo: no pensar en el covid ni en las desgracias que arrastra, no escuchar las noticias de más muertos, desaparecidos o asesinados ni tener noticia de la maldad y el cinismo de los gobiernos y dirigentes. Apagarse casi por completo, caer bajo el sopor de las cobijas calientes o la urgencia de evadirse, abrazarse a un simulacro de muerte del que a veces no quisiéramos volver y que por un tiempo nos protege del temor a la muerte verdadera. Olvidar que estamos aquí y ahora y despertar en la rutina que creímos inmutable, corriendo para llegar a clase o al trabajo, midiendo las calles con amigos, metidos en algún bar, un concierto, un cine, en el mercado, viajando por el mundo. Cerrar los ojos para acogerse a la ilusión de que el mundo puede seguir andando sin que participemos de su desgracia, como si pudiéramos parar la máquina y bajarnos porque no nos gustó.  

La vida, por supuesto, no funciona de esa manera. La vida es el espasmo de la carne, la sangre irrigando los tejidos, cada célula bullendo de actividad y energía, conectadas entre sí, conectadas con otros, con los elementos, con el universo, la vida haciendo parte de los fenómenos que tienen lugar en tiempo y espacio, la vida resonando con otras vidas. Aunque estemos inmóviles, confinados, paralizados, la vida no deja de ser, sigue a pesar de nosotros y nos convoca a asumirla, a aprovecharla en las condiciones que tengamos, a disfrutarla, a romper con la inercia, a responsabilizarnos de ella. Es verdad que sólo cuando falta  o creemos que nos va a faltar valoramos su potencia y anhelamos tenerla a disposición; apreciamos la vida por el contraste que representa el conocimiento de la muerte. Sin embargo, en momentos en que la pregunta por lo que vale la pena vivir nos hace un nudo en la garganta es más que necesario hacernos cargo de su defensa, mantener los ojos bien abiertos y asumir que la pandemia no es un tiempo muerto. Vivimos en este tiempo y en este planeta, convivimos con otros fenómenos que nos afectan. cada cosa que hacemos o dejamos de hacer influye en la vida de todos y las cosas que pasan en las diferentes dimensiones de la realidad tarde o temprano tienen que ver con nosotros. Las desgracias y las alegrías planetarias no dejan de confrontarnos con los efectos de nuestra participación en El Todo y hoy, como siempre, la manera en que nos posicionemos frente a lo que pasa y lo que no es absolutamente decisiva. 

Mantener los ojos abiertos como posición ética y política nos permite atender al cuidado propio y de nuestros seres queridos, aportar a las necesidades de otros, servirnos de sus saberes y experiencias, encontrar anclajes inesperados para sostener y movilizar nuestro deseo, anticipar en la medida de lo posible situaciones difíciles, entender mejor los bemoles de la convivencia, defender el bien común, no ceder ante el cinismo de los corruptos o los aprovechados, leer las implicaciones del sistema y sus grandes explotadores, poner límite a la voracidad del consumo, mantener la intensidad de los afectos, sentirse vivo. Mantener los ojos abiertos, que no tiene nada que ver con la paranoia y/o la desconfianza generalizada, se trata nada más y nada menos estar atentos y comprometernos con el impulso mismo de la vida de formas que cuestionen la entropía y la aniquilación.